Este es un pequeño cuento original que deseaba compartir con ustedes.
Les deseo unas muy felices fiestas y que la magia que habita dentro de todos se haga aún más presente en esta época.
Ofelia le temía a la oscuridad tanto como a los ratones y casi lo mismo que a los payasos.
Los dos primeros eran fáciles de evitar; tan sólo le pedía a sus padres que le dejaran la lamparilla del dormitorio encendido cada noche y cuidaba mucho de pasar por donde pudieran haber roedores, amén de que su padre su ocupaba siempre de que no se viera uno en casa.
Lo otro…bueno, lo otro resultaba un poco más complicado. ¿Cómo hacía una niña de ocho años para evitar a los payasos? Si estaban por todas partes: en las fiestas de los amigos, los restaurantes de comida rápida, visitaban la escuela y hasta los encontraba cuando iba de compras con su madre al Centro Comercial.
Cuando era más pequeña rompía a llorar tan pronto como veía a alguno y se ocultaba tras la falda de su madre, pero ahora tenía ocho y le avergonzaba que todo el mundo se diera cuenta de su miedo.
De modo que ideó diferentes estrategias para salir bien librada en cada ocasión: si se cruzaba con uno por la calle o en algún local, tomaba la mano de su padre con fuerza y cerraba los ojos hasta que hubiera desaparecido, y si veía a otro en las fiestas a las que le invitaban sus amigos, lo cual era horriblemente común, se sentaba muy quieta en su lugar y fingía entretenerse con alguna otra cosa mientras temblaba por dentro y el corazón le latía desbocado.
Era difícil, pero no le iba mal. El problema era que todo se salía de control en diciembre, durante un mes completo. Sí, ella incluía a Santa Claus en la categoría de los payasos. No le gustaba nada hacerlo, hay que ser justos, habría deseado de todo corazón que no fuera así. Envidiaba secretamente la ilusión de sus amigos y la adoración que le profesaban a ese personaje. Para ella, sin embargo, no era más que un payaso muy extraño y no por ello menos intimidante.
Le aterraban su larga barba blanca, su gran barriga que se bamboleaba y el traje que pensaba lo podría asfixiar. Pero a lo que más temía era a su risa, esas estruendosas carcajadas que retumbaban en donde estuviera.
La verdad era que nunca había estado muy cerca de él como para examinarlo con cuidado, pero su figura estaba representada en miles de cosas: muñecos, películas, afiches.
Obviamente, ella no era una de aquellos niños que hacían fila en las tiendas para sentarse en las rodillas de ese hombrote y pedirle que le trajera el juguete deseado; sabía perfectamente que era su padre quien le dejaba los obsequios bajo el árbol la víspera de Navidad, sólo que prefería no decir nada para no desilusionarlo.
En consecuencia, allí estaba Ofelia, tan alegre como cualquier niña de su edad esperando las fiestas, porque adoraba decorar su casa, hornear galletas con su madre y cantar villancicos junto a los niños del coro al que pertenecía; lo único que ensombrecía en algo su felicidad era el personaje aquel.
Cuando intentaba ser racional y decirse que no se trataba más que de un montón de personas distintas que se disfrazaban así porque era su trabajo y no tenía porque preocuparse tanto, la parte irracional de su mente tomaba el control y la dirigía tan lejos de uno de ellos como le daban los pies.
Pero, siempre hay un pero, ¿verdad? No deseaba ser la excepción de ninguna manera, de modo que continúo. Pero ocurrió que un día antes de la víspera de Navidad, ella y su madre fueron al hospital en el que trabajaba su padre para recogerlo e ir todos a hacer unas compras de última hora.
El consultorio de su padre se encontraba en el quinto piso de ese gran hospital perteneciente al Estado. Él tenía una consulta privada que atendía en las mañanas, pero iba allí cada tarde porque decía que era en donde más se le necesitaba; Ofelia no entendía eso del todo, pero su padre amaba ese lugar y la llevaba casi desde que podía andar.
Al comienzo, ella veía concierta aprehensión todo aquel espacio inmenso, dividido por oficinas, cubículos, salas de espera y puertas cerradas.
Su padre le pidió a su esposa que esperara aquel día junto con la niña en la recepción, mientras él se ocupaba de algunos casos pendientes.
Ofelia le pidió permiso a su madre para ir al cuarto de juegos ubicado en el mismo piso y ella accedió, entretenida en conversar con una amiga enfermera.
La niña tomó el camino señalado, pero tras ver a su madre distraída, corrió al ascensor más próximo y pulsó el tercer botón, al que llegaba apenas poniéndose en puntas de pie.
Cuando las puertas se abrieron, Ofelia caminó suavemente, un paso tras otro, por el largo corredor de paredes multicolores. Desde la primera vez que su padre le mostró este lugar, ejerció sobre ella una fascinación extraña. Se veía tan alegre, tan distinto a los otros pisos todos pintados de blanco y en el que el silencio parecía una norma. Aquí la gente iba de un lado para otro, las enfermeras llevaban trajes más alegres y una serie de dibujos adornaban las pizarras. Era el Pabellón Infantil.
A sus ojos todo era muy hermoso, bueno, no todo en realidad; se recordó apenada. Porque tras la puerta más alejada, con un gran letrero que prohibía la entrada a extraños, se encontraba una habitación a la que ella le producía una serie de emociones que no sabía nombrar.
Había muchos niños ahí, pero no eran como todos; no como los que ella conocía al menos. Un par de veces se escabulló tras esa puerta y lo que vio la golpeó tan fuerte como aquella vez en que su prima le lanzó una pelota estando distraída.
Las camas pegadas a la pared estaban ocupadas por niños menores que ella, algunos de su edad quizá, cubiertos de vendas sobre varias partes de sus cuerpos, sea rostros, brazos, piernas, en donde fuera. Niños quemados, le comentó su padre en voz muy baja aquella vez.
El primer día que entró allí salió corriendo y llorando, no asustada por las heridas o malformaciones que viera, sino porque una pena inmensa le oprimió el pecho y necesitaba abrazarse fuerte a la cintura de su padre mientras sentía que el aire volvía a estar limpio, como si barriera el dolor que le hiciera aguantar la respiración tanto tiempo.
Más de una vez había deambulado frente a esa puerta, deseosa por entrar y saludar a esos niños; le hubiera gustado sentarse entre ellos y conversar de algo, cualquier cosa. Sin embargo, su madre le explicó que a veces podía resultar difícil para ellos ver allí a una niña sana, que sus tratamientos eran difíciles y lo que más apreciaban era la presencia de sus padres.
Debió darle la razón cuando vio las caras de esos niños la segunda y última vez hasta entonces que se atreviera a entrar, porque la observaron con curiosidad y extrañeza, como preguntándole sin palabras qué hacía allí y hasta llegó a ver a una niña de su edad mirarla con algo parecido a la vergüenza darse vuelta para no verla de frente. Ofelia no supo porqué pero se sintió rechazada y desde entonces no había vuelto.
Se limitaba a pegar el oído a la puerta y a oír los susurros de las conversaciones, algún llanto ocasional y siempre daba media vuelta de regreso al ascensor con una sensación de congoja en el corazón.
Ese día, antes de Navidad, caminó como hacía siempre dispuesta a espiar un poco por la puerta, pero a mitad del pasillo unos ruidos extraños provenientes de la sala la atrajeron como un imán, y sin detenerse a pensarlo cruzó el umbral para quedarse allí, de pie y con una mueca de asombro en el rostro.
Los niños ya no estaban recostados en sus camas, se sentaban e inclinaban ansiosos el cuerpo hacia delante; no se veían tristes sino sonrientes, más que eso, felices, nunca había escuchado risas tan hermosas en su vida, jamás vio miradas de ilusión tan conmovedoras.
Y el causante de todo ello estaba allí, en medio de la sala, con esas carcajadas que esta vez no le sonaron a rayos amenazadores sino a campanas tintineando; el disfraz ya no parecía sofocante, brillaba; y esa enorme barriga invitaba a acercarse para comprobar su suavidad.
El tiempo que estuvo parada observando esa escena no lo supo nunca, sólo que de pronto sintió varios pares de ojos posarse en ella con expresión ya no de recelo sino de bienvenida. Se acercó vacilante sin despegar la vista de la gruesa figura que se afanaba buscando en un viejo saco, cogiendo regalos que desbordaban en sus manos y que con un ligero guiño cómplice la invitó a tomar algunos de esos paquetes.
- ¿Me ayudas? – le preguntó con su voz cantarina.
Ofelia no necesitó que se lo pidieran dos veces y empezó a recorrer la habitación, empinándose para entregar los obsequios a los niños, bromear con ellos y compartir algunos de los dulces que le ofrecían; olvidando el tiempo y los viejos temores.
Así la encontraron sus padres luego de buscarla preocupados por cada piso, si bien su padre tenía ya una sospecha de en donde podría estar. Ambos sonrieron conmovidos al ver a su pequeña afanándose en una labor tan hermosa.
Ofelia no le temió más a los hombres vestidos de Santa Claus, ya no le parecían payasos; en su mente infantil los convirtió en seres mágicos que pueden obrar los milagros más increíbles, como llenar de alegría a tantos niños necesitados de esperanza.
Es más, contaba orgullosa a quien quisiera oírle que al menos por una tarde tuvo el inmenso privilegio de ser una ayudante de Santa.