Las fiestas de fin de año han pasado ya, y tan solo nos queda el Día de Reyes, que al menos en mi país no es tan celebrado como me gustaría, pero conservo la ilusión de la infancia.
Espero que pasaran unas muy lindas fiestas con sus familias, amigos, y que este año que ha empezado ya, esté colmado de amor y mucha felicidad.
Pensaba en qué postear el día de hoy, empezando ya la semana, y muchas cosas me pasaron por la mente, pero recordé que justo para Navidad cumplió años una querida amiga, así que le escribí un pequeño cuento que deseo también compartir con ustedes. No es precisamente alegre, pero creo que tiene cierto toque de esperanza, ya que el final quedó abierto para que de acuerdo a su ánimo, cada quien le de el cierre que mejor le parezca. Que tengan una linda semana.
EL MÚSICO
El sonido de un acordeón se oía en la calle desierta y cubierta por la nieve.
El vecindario podría ser cualquiera, ese en el que vives, tal vez; y la casa de al lado aquella en la que el músico fijó la mirada sin dejar de tocar.
Y cada paso que daba para acercarse a la angosta puerta, parecía requerir tanto esfuerzo, que se detenía con frecuencia para recuperar ánimos. Pero sus dedos seguían ágiles sobre las teclas, sin alterar una sola nota de su melodía.
Se sentó en el portal, sin disimular una mueca por el frío que traspasaba su ropa, y siguió tocando.
Pasaron varios minutos, y de pronto, una a una fueron encendiéndose las luces de cada casa, menos de aquella que en cierta medida le cobijaba.
Poco a poco, puertas se abrieron, rostros cubiertos por gorros se asomaron con cuidado, deteniendo la vista en el espectáculo de aquel hombre que parecía ensimismado en su música, ajeno al alboroto que ocasionaba.
Los vecinos parecían indecisos respecto a cómo reaccionar, ¿debían llamar a la policía? Después de todo, la música era hermosa, y no le hacía daño a nadie. Pero era ya muy tarde, y los niños debían ir a dormir; entonces, ¿qué hacer?
En lo que se reunían para discutir, uno de los niños más pequeños, quizá confundido porque los adultos no tomaban una decisión, se acomodó bien la bata que lo cubría, y con paso seguro, cruzó el pequeño camino, hasta llegar al lado del músico. Cuando su madre reparó en sus intenciones, quiso retenerlo, pero algo debió ver en la mirada de su hijo, que le hizo cambiar de opinión, y se resignó con mantenerse a un par de pasos de distancia.
Una vez que estuvo lo bastante cerca para observar al hombre, el niño entrecerró los ojos, concentrado en que no se le escapara nada. La cabeza cubierta por la que solo asomaban unos ojos apagados, con la espesa barba tan larga, que casi rozaba su raído suéter; los dedos callosos y sin guantes que recorrían las teclas del acordeón, y el suave vaivén de sus brazos, que se adivinaban delgados.
Si el hombre encontró incómoda esa minuciosa inspección, no dio muestras de ello, pues la melodía continuó fluyendo con la misma naturalidad.
—Hace frío.
La evidente observación del niño hizo sonreír con ternura a su madre, pero guardó silencio.
—Pronto será Navidad, ¿sabe? Debo esperar a mañana para abrir mis regalos, ¿sabe? No puedo hacerlo ahora, pero sí tomar chocolate, ¿usted no quiere chocolate? Es bueno.
La cháchara del pequeño recibió tan solo una lenta sacudida de cabeza de parte del músico, lo que en cierta medida ofendió a la madre, porque el gesto de su hijo le pareció muy generoso. Ella no habría tenido problemas en compartir una bebida caliente con este hombre.
—No lo van a oír, aquí no vive nadie, venga con nosotros.
La mujer pestañeó al escuchar las palabras del pequeño. ¿Tendría razón? ¿Era eso lo que el músico hacía? ¿Tocaba para…la casa? Pero de ser así, su niño estaba en lo cierto al afirmar que nadie lo escucharía allí; hasta donde sabía, esa casa llevaba mucho tiempo deshabitada.
Empezaba a impacientarse por la indiferencia del hombre, que no podría dejar de tocar ni siquiera por un segundo para atender la bondad de su hijo, y le frío empezaba a calar en sus huesos.
—Vamos, hijo, deja al señor tranquilo; tal vez quiere estar a solas.
—No, él quiere tocarle a la casa, ¿no ves? Pero nadie le oye—el chiquillo sacudió la cabeza—sus dedos están morados, tiene frío.
El niño miró sus propias manos, dándoles vuelta en el aire, como midiéndolas.
—Ya vuelvo.
La madre no atinó a detenerlo, pero suspiró aliviada al ver que se dirigía de vuelta a su casa. Le habría seguido sin dudar de no ser porque prometió regresar; tendría que esperar un momento más.
Respiró sobre sus manos enguantada para transmitirse un poco de calor, y apoyó la espalda sobre uno de los pilares del rellano.
—Mi hijo dice la verdad, nadie vive aquí desde hace años, no pueden oírlo, es inútil.
El músico cabeceó, asintiendo, dando a entender que eso ya lo sabía.
La mujer suspiró, entre confundida y exasperada; entonces era cierto, le tocaba a la casa.
—¿Lo sabe? ¿Y por qué está aquí? Mire, sólo llevo unos meses en el vecindario, pero estoy segura de que nadie llamará a la policía, ni se quejará, ¿seguro de que no quiere venir un momento a nuestra casa?
Esta vez, el hombre levantó un poco los ojos, sin deja de tocar, y pareció conmovido por el gesto, pero negó una vez más.
Cuando la mujer sintió que su paciencia la paciencia se le había agotado ya, su hijo regresó corriendo con un bulto en los brazos.
—Papá dice que está bien.
Con esfuerzo, extendió la manta que traía, y la posó sobre los hombros del músico, que asintió en señal de agradecimiento. Luego, el niño se llevó la mano al bolsillo, y sacó un par de guantes, que dejó sobre la rodilla del hombre.
—Cuando quiera parar un momento, se los pone y viene a vernos, ellos van a entender—alargó una mano a su madre—vamos.
La mujer dudó, sin comprender las palabras del niño, pero le hizo caso, y tras una última mirada al extraño, se dejó guiar de vuelta a casa.
Apenas atravesaron la cerca, el chiquillo la jaloneó para que se pusiera a su altura, y le susurró unas palabras, mirando hacia atrás cada tanto.
—El vecino el dijo a papá que ese señor vivía allí, pero su familia murió, y él se fue. A veces vuelve a tocarles, pero hace mucho que no lo veían; a lo mejor vino porque es Navidad y quiere estar con ellos.
Su madre se enderezó, sorprendida, pero no giró como su hijo a ver al músico de nuevo, sólo cerró los ojos y se concentró en el sonido de ese acordeón que no paraba, con una sonrisa triste.
Se enjugó un par de lágrimas con rapidez, le acarició el cabello al pequeño, y juntos entraron a la casa, dejando las luces del pórtico y el vestíbulo encendidas, con la esperanza de que en algún momento de la noche, un golpeteo a la puerta les indicara que su invitación había sido atendida.