De vuelta a la rutina, luego de los movidos días de elecciones, agradezco sus buenos deseos, y me he dado un tiempo para visitar sus preciosos blogs. Me encuentro cada que leo sus entradas con muestras de su arte, ya sea en artesanías, gusto por las letras, el cine, teatro, de todo, y me siento afortunada de aprender tantas cosas, y lo que no se puede aprender porque no tengo las aptitudes para ello, pues me permito apreciar y adrmirar, porque se encuentra una con cosas increíbles. Si algo me gusta, además de la cocina, como ya les he contado, es el escribir, si bien es más un hobby que otra cosa. Usualmente no subo originales, porque la timidez me gana, pero pensando en la generosidad con la que ustedes comparten su talento, pues me animé a subir algo que escribí hace un tiempo. Es una historia corta y algo triste, pero con mucho de realidad; espero que les guste. Muchos besos, y que tengan una feliz semana.
El 10 de diciembre murió Belén. Tenía siete años, era dulce, delicada, y extraordinariamente melancólica para una niña de su edad. Recuerdo que en cada recreo se sentaba sola, bien acurrucada a los pilares del rincón del patio en el colegio al que íbamos. Con el refrigerio en las piernas, mientras masticaba una manzana, nos veía jugar. Comía muy lento ella, y no dejaba de mirarnos con sus enormes ojos negros, esos que reflejaban una tristeza que entonces no alcanzábamos a comprender. En realidad, creo que ni siquiera reparábamos en ella.
Para nosotros era sólo una niña rara y callada, de esas que nunca faltan en todas las clases. No molestaba a nadie, al contrario. Si bien no participaba en nuestros juegos, siempre estaba dispuesta a pasarnos la pelota si se iba para su lado, darle la mano a alguno que se caía al saltar, y ese tipo de cosas que hace la gente como ella, nacida con tan buen corazón.
Belén era muy buena estudiante, tan buena como puedes serlo en segundo grado de primaria. Visto desde los años que tengo ahora, tal vez no parezca gran cosa, pero entonces, resultaba increíble que alguien pudiera resolver con tanta facilidad los problemas que a nosotros nos hacían casi llorar de frustración. Leía de corrido, con su vocecita suave, las manos sosteniendo amorosamente su libro, levantando la mirada en los momentos oportunos, y recibiendo con timidez la aprobación de la maestra.
A mediados de año, dejó de asistir a clases durante dos semanas. Nos dijeron que tenía varicela, y estaba descansando; cuando preguntamos si podíamos ir a visitarla, indicaron que no, porque podría contagiarnos. No le dimos demasiada importancia, ya que si bien se le extrañaba, la verdad es que al ser su presencia tan silenciosa, casi ni se notaba su ausencia. En todo caso, dábamos por hecho que volvería.
Y lo hizo, algo pálida y aún más delgada, pero parecía también mucho más animada que de costumbre. Sonreía con más frecuencia, hasta se reía, las primeras risas que le oímos en todo el año. Siguió sin participar en nuestros juegos, pero de alguna forma, fue como si se hubiera materializado esa presencia casi fantasmal que antes deambulaba entre nosotros.
En septiembre, por el Día de la Primavera, montamos “La Caperucita Roja”. Atolondrados como serán siempre todos los niños, y habiendo dejado la maestra en nuestras manos gran parte de la elaboración del montaje, creo que para darnos más responsabilidades e incentivar la autoestima, que según su juicio nos daría este encargo, lo hicimos todo al revés, como era de esperar.
Primero, dándole mil vueltas al cuento, escribimos el libreto tan bien como pudimos; decoramos el salón para que pareciera un bosque, lo cual no fue tan difícil, sólo trajimos todas las macetas que teníamos en casa e hicimos dibujos para completar la escenografía. Con todo eso resuelto, caímos en la cuenta de que nadie tenía idea de qué papel iba a interpretar. Con el lobo no hubo mayores problemas, escogimos al chico más alto del grupo, y le encargamos conseguirse cola y orejas.
A mí me seleccionaron para interpretar el papel de la abuelita. Para ello me hice de una bata de mi madre, un gorro para ducha, y mi mejor amiga, Dios la bendiga, le cortó cabellos a su abuelo para que asomaran algunas canas debajo del gorro. Aún hoy ignoro qué terribles consecuencias tuvo semejante atrevimiento
Escogimos al leñador, y a otros niños les tocó interpretar a algunos animalitos del bosque. Sólo faltaba el papel principal, y sí, escogimos a Belén. Su nueva actitud de niña más animosa y alegre la señalaba como la elección perfecta. Tenía un vestido de fiesta muy bonito, y su madre se comprometió a coserle una caperuza.
Ensayamos durante toda una semana, y estuvimos muy contentos durante el último ensayo. Al día siguiente, el de la presentación, llegamos muy temprano con nuestros padres, para terminar de montar el escenario con su ayuda, ponernos los disfraces, y repasar nuestras muy cortas líneas, que entonces parecían interminables.
Salvo algunos incidentes, como que no hubiera manera de que al lobo se le quedara la cola en su sitio, o el olvido de algunos diálogos, todo salió muy bien. Recibimos muchos aplausos, y parecía que acabáramos de montar “Los Miserables” en Broadway, tanta era nuestra emoción.
Belén fue la mejor. Entonces no había tantos medios para grabar como ahora, pero no hubo padre sin cámara en la mano. Aún así, sólo tengo que cerrar los ojos para recordarlo todo, especialmente a ella, adorable con su disfraz, parecía salida del cuento. Aún cuando se equivocó en un par de ocasiones, sonreía con tanta gracia que era como si no hubiera pasado nada, y seguía actuando. Estuvo perfecta, o eso me pareció, por eso no pude comprender porqué su madre lloraba tanto al verla. Se tapaba la cara con el pañuelo, secándose los ojos sin ninguna discreción, mientras observaba a su hija como hipnotizada. En ese momento, sentí un poquito de envidia porque mi madre sólo sonreía, y no parecía tan emocionada como ella. De nuevo, no comprendí.
La actuación fue un viernes. El lunes que estuvimos de vuelta en clase, empezamos a hablar hasta por los codos de lo bonito que había estado todo. Sólo cuando llegó la maestra a poner orden, y pasar la lista, reparamos en que Belén no había llegado.
Le preguntamos a la profesora por ella, pero dijo que no sabía el porqué de su falta, y que seguro su madre iría más tarde, o acompañándola al día siguiente para justificar su inasistencia, pero no fue así. Pasó toda la semana, y ella seguía sin regresar a clases. La maestra no decía nada, salvo que tenía un resfriado y su mamá quería que se quedara en casa hasta que estuviera bien. Algunos de nosotros le preguntamos si podríamos visitarla, pero nos dijo que lo mejor era esperar a que volviera, para no incomodarla en su casa.
Pasó el fin de semana, y Belén volvió el lunes. Se veía más pequeña y frágil de lo normal, pero su ánimo seguía tan bueno como el día de la obra; animosa y contenta. Noté que la maestra la trataba de una manera distinta. Siempre pendiente de lo que hacía, se le acercaba durante los recreos para conversar con ella, y casi no le hacía preguntas en clase, como antes acostumbraba.
Un par de semanas después, o tal vez tres, Belén se puso muy mal en medio de nuestra clase de lenguaje. Todos nos asustamos porque de pronto se paró del pupitre, y se veía tan pálida y con una expresión tal de dolor en el rostro, que no comprendíamos lo que pasaba. No sé porqué, ahora creo que fue sólo una casualidad, ya que me sentaba a su lado, pero clavó sus ojos en los míos, unos ojos que veo a veces en sueños. Parecía que estuviera implorando ayuda, pero yo me encontraba petrificada. Fue cosa de segundos, antes de que la profesora se acercara, y con prisas, se la llevara del salón para llevarla al baño, porque parecía que se iba a desmayar. Fue la última vez que alguno de nosotros la vio con vida.
Pasó todo noviembre y no sabíamos nada de ella. Una vez, reunida con dos amigas en casa, llamamos a la suya, pero contestó una de sus tías y con tono seco nos dijo que seguía enferma y no iba a regresar aún.
Cuando iba a terminar el mes, le pregunté a la maestra cómo iba a hacer Belén para pasar de año con todo lo que había faltado, si iba a tener que tomar clases durante las vacaciones para no repetir el grado.
Fue entonces cuando comprendí al fin que algo estaba muy mal. Ella se quedó callada, con los ojos llorosos, mirándome. Se calmó pronto, y con el pañuelo secó sus lágrimas, ordenándome que saliera del salón, porque mi madre debía de estar esperándome.
Ese día, estábamos haciendo el sorteo del Amigo Secreto para saber a quién le tocaba regalar algo el día de la clausura, la semana siguiente, como teníamos por costumbre. De pronto, entró la auxiliar para llamar a la maestra, porque la directora necesitaba hablar con ella, al menos eso es lo que alcancé a oír. Ambas salieron del salón, y nosotros nos quedamos de lo más contentos por esa súbita libertad momentánea. Hablamos a gritos, intentando averiguar quién le había tocado para regalar a quién en el sorteo, y dando ideas de qué nos gustaría recibir.
Unos minutos después, regresó la profesora. Fue curioso. Ella, que siempre debía levantar la voz para llamarnos al orden, no hizo más que entrar con su semblante demudado para que todos guardáramos inmediato silencio. Se acercó lentamente a su escritorio, se sentó con mucho cuidado, y no habló por un buen rato, hasta que el niño que había interpretado al leñador en la obra, le preguntó si estaba enferma. Entonces nos miró como si saliera de un sueño, y empezó a hablar.
Nos dijo que Belén no había asistido a clases porque desde principios de año se encontraba muy enferma, y que el último mes su salud había empeorado, hasta que muy temprano, esa mañana, había fallecido.
Creo que ninguno de nosotros lo entendió muy bien en ese momento, sólo recuerdo que varias de mis amigas empezaron a llorar luego, era como un coro de llanto, mientras los demás sólo nos mirábamos en silencio, intentando procesar esa información, que de alguna forma, nos parecía imposible.
En realidad, no tengo muy claro qué fue lo que ocurrió después. Mi memoria es nula respecto a qué le dije a mi madre cuando me fue a recoger, o si hablé del tema en casa. Lo que recuerdo muy claramente es que varios compañeros, junto a nuestros padres, fuimos al día siguiente a su velorio. No sé en qué pensaban, jamás debieron llevarnos aunque nosotros lo pidiéramos. Sólo sé que me vi de pronto en una fila frente a un féretro blanco, y allí, tras un vidrio, estaba mi amiga, pero no era ella, sino una muñeca de porcelana con una expresión plácida, pero falsa, totalmente distinta a la niña que veía en el colegio.
Me aparté asustada, y corrí con mi madre para preguntarle porqué le habían hecho eso, pero ella me hizo callar con un gesto, y señaló a la madre de Belén, que con uno de sus niños en brazos, lloraba, sentada en un sillón. Entonces tomó mi mano, y salimos de allí en silencio. No fuimos al entierro.
El día de la clausura del año escolar, cuando ya había terminado la ceremonia, y nos reunimos en nuestro salón para el intercambio de regalos, me sorprendió ver a todos tan tranquilos, como si nada hubiera pasado, como si no hubiera un pupitre vacío. Cada risa se me hacía tan extraña, tan fuera de este mundo. Sólo podía fijar mi mirada en ese asiento, e imaginar que Belén estaba allí, mirándome y sonriendo de esa manera tan suya, que era como si traspasara el alma, y te llegara al corazón.
Siempre estará en mi memoria, con su caperuza, correteando al lobo para que se pusiera de vuelta la cola, haciendo una reverencia al público de la obra, leyendo con su voz que arrullaba. Mi amiga Belén, que era un ángel en la tierra, que volvió a casa muy pronto.