Adoro a mi madre porque tiene toda esa vivacidad que a mi me falta, porque me hace reír con sus locuras, porque a veces parecemos más un par de hermanas que madre e hija, y porque a veces yo puedo parecer más la madre y ella no se hace muchos problemas con eso.
Pero que uno de nosotros se enferme y le sale todo lo mamá leona, reconozco que de niña me engreía para tenerla al pie de mi cama y tomar su sopita de pollo, que hasta ahora me prepara cuando caigo, y si, todavía exagero un poco, porque los mimos de una madre siempre caen bien.
Es la única que toma en serio mi gusto por la escritura y lo alienta, es generosa y desprendida, tiene toda esa coquetería que adoro y aunque tenga ochenta años seguirá con ese caracter juvenil que más de uno quisiera.
No conozco a nadie más empática y a quien le resulte más natural simpatizar con medio mundo, tiene un imán para la gente.
Es buena amiga y me ha enseñado a arreglar cosas (como buena mujer venida de familia en la que no había muchos hombres), nos gusta conversar y le cuento mis cosas mientras ella me cuenta las suyas.
Nadie podría no quererla porque inspira tanto cariño que no puede evitar gustarte, es tan guapa ahora como lo era a los veinte, pero odia las fotos y no he podido encontrar ninguna de ella.
Se ha entregado a sus hijos y a su esposo completamente y sólo nos ha dado cariño, dedicación y a veces sale con cada cosa que nos arranca una carcajada en los momentos más tristes.
Hoy tenemos a mi perrita enferma y no ha querido que le celebremos el cumpleaños como siempre, dice que prefiere esperar al domingo a que vengan sus hermanas y si Niki está mejor, entonces aceptará que le preparemos algo.
Mi madre es simple y sencillamente una muy buena mujer, buena madre y esposa; es decir, es genial y por eso la amamos.
Feliz Día, vieja, y te dejo a esos benditos Ángeles Negros que he escuchado toda mi vida y que te gustan tanto. Casi puedo imaginarte dando de gritos allí.